Castilla y León es una autonomía singular y no sólo por su vasta
extensión territorial (comparable a Portugal o Bulgaria) ni tan siquiera
por haber devenido en la madre -y madrastra- de España, sino por
encarnar la fusión de dos viejos reinos de taifas que antaño combatieron
contra Al-Andalus: el de Castilla y el de León.
La creación de las autonomías en España en los años 70 fue una
locura: se fusionaron León y Castilla, se negó la condición de
nacionalidad histórica a tierras que lo son (Navarra, Valencia…) y se
concedió a otras sin serlo (País Vasco, Cataluña…) y de la noche a la
mañana se crearon territorios nunca vistos, como Madrid.
León clama por la autonomía. El regionalismo leonés pugna por
unificar Salamanca, Zamora y León para constituir un País Leonés
independiente de Castilla pero no de España. Es justo. León fue un
histórico reino por centurias y merece mejor suerte que la de acabar
como un triste apéndice de la centralista Castilla.
El país está relacionado en historia, tradición y cultura con otros
pueblos peninsulares pues conserva una lengua propia -el leonés-,
emparentada con el bable, el cántabro, el castúo y el mirandés. El
leonés -al borde la extinción por la presión castellana- es un precioso
tesoro cultural que merece preservarse a toda costa.
Las fronteras del País Leonés son motivo de controversia. En
Salamanca y Zamora existen recelos para unirse a León. Además, el
antiguo reino leonés fue anexionado por Castilla (aunque también
Navarra y hoy dispone de autonomía propia) y tierras como Galicia o
Asturias pertenecieron en su momento al histórico León.
Aunque no se mantengan las fronteras históricas de los antiguos
reinos es justo crear el País Leonés. Castilla, Aragón, Navarra,
Valencia, Baleares… Todos los antiguos reinos se han dotado de un marco
geopolítico propio. Todos excepto León. Por historia, tradición,
identidad y cultura el Reino de León debe volver a la vida.
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